Amy

Amy es mi primer foto en Instagram. La conocí por más de doce años, diez de los cuáles no nos caimos tan bien. Ella era salvaje, independiente, explosiva, energética y hermosa.

En su antigua casa era la líder de una pandilla. Mi evidencia era la jauría de gatos que en lo profundo de la noche le gritaban para salir. Y lo experta que era en violar la seguridad de la casa y escapar.

Volvía a veces herida, sucia, pero feliz y hambrienta. Con una energía inagotable y una capacidad acrobática impresionante. Su madre biológica había sido una gorda gata de restaurante y su infancia estuvo llena de violencia y traumas antes de ser adoptada.

Un día volvió con un pequeño hueco en su oreja, producto de alguna pelea callejera cuya historia nunca sabremos. Pero Amy seguro ganó y, tras su victoria, decidió retirarse de las calles.

Por casi diez años, nuestra interacción fue transaccional. Yo no era su padre, sólo quería estar con su madre. Ella no era mi gata y soportaba mi presencia. Nuestro interés común en su madre era lo que nos unía. Si había amor, sólo se veía en las noches, cuándo se hacía bolita en mis piernas, buscando calor.

El día que la mamá de Amy enfermó y mi mundo se derrumbó, Amy estuvo ahí para mí. Recuerdo volver del hospital destruido, expectante de una operación que no sabía cómo saldría, llorando. Amy se me acercó y sin decir nada, por primera vez, se acostó en mi pecho.

Desde ese día, Amy me buscaba para alegrarme el día, rasparse en mi cuerpo, descansar encima mio y exigirme que la rascara. Diez años de no dejarme tocarla cambiaron en un instante.

Unas semanas después, la pandemia llegó. Y pasamos más tiempo juntos que nunca.

Amy era estricta en su demanda de amor. Por una cantidad exacta de minutos demandaba cariño, caricias y masajes. Al final de esos minutos, intentar tocarla haría que mis manos fueran destruidas por sus colmillos y garras.

Con el tiempo, aprendimos a bailar. Ella entendía mi gesto de "es hora de cariño" y venía obediente. Yo entendía su gesto de "no me toques un pelo más" y retiraba mis manos antes de que las atacara. Teníamos completo entendimiento de nuestras necesidades mutuas.

Yo le decía "Amy Yolanda". Ella, seguro, me decía "viejo hijueputa".

Amy tenía diecisiete años y una insuficiencia renal, que es otra forma médica de decir "tiene 17 años". Por dos años, Amy necesitó hidrataciones de una bolsa de lactato de ringer a través de una aguja en el lomo que le bajaba lentamente a lo largo de 5 minutos, cada 48 horas. Amy odiaba cada segundo, pero entendía que le hacía bien.

Cada minuto de la vida de Amy fue divertido.

A las 8am empezaba a gritar, algo que nunca hizo de niña. Entre 9am a 10am demandaba ser acariciada como amasando pan en la alfombra de la sala. Si el día era soleado, iría a la terraza donde se tostaría. Entre más caliente mejor y la terraza podía ponerse MUY caliente.

Si yo salía a la terraza, ella saldría también a comer hierbas del jardín y, sobre todo, a rasparse el lomo en la caliente superficie de la terraza. Ahí también demandaba ser amasada. En mi mente, ella era un pan brioche.

En la tarde estaría entre la terraza o la sala. Entre la cama, el sofá o nuestros escritorios. Para ella, que tuviéramos llamadas por Zoom era inaceptable. Podíamos trabajar concentrados, pero hablar con otras personas era una ofensa absoluta. Tan pronto nos veía hablar con extraños por Internet, empezaba a gritar a todo pulmón.

Sabíamos que eran las 6:30pm porque se hacia un rollito en el sofá y tomaba una siesta. Amaba ver TV con nosotros en la noche. Y el pollo a domicilio, los videos de pájaros e imaginar cómo los desmembraría. Lo hizo varias veces en su juventud, con orgullo.

No dejarla dormir con nosotros era imposible. Era capaz, por horas, de maullar y raspar la puerta con determinación fanática. Si ella no dormía entre nuestras piernas, nadie dormía en esa casa.

Los últimos dos años, empezamos a viajar con ella entre pueblos y airbnbs. El primer día era terrible para ella, ¿cómo nos atrevíamos a sacarla de su palacio?. Luego, amaba el campo, explorar una casa nueva y hacerse dueña de ese espacio. Sin falla.

Si un lugar era muy frío, nos iba a gritar sin parar. Las zonas de calor la hacían feliz y tranquila.

En las noches, cuando éramos solo ella y yo, siempre venía a mí. En el último año yo no la llamaba, ella sabía. Se acercaba lentamente, mirándome a los ojos. Poco a poco escalaba mi cuerpo. Si estaba concentrado, me dejaba un rato, hasta que se cansaba de esperar. Con su pata frontal empezaba a llamar mi atención.

"¡Oiga! Aquí estoy. Deme amor."

Pero no era fuerte ni violento, como siempre fue ella. Era un toque suave, como cuando alguien te quiere decir en la fila que se te cayó algo. Yo siempre lo entendía y empezaba mi rutina. Calentar sus orejas, raspar sus cachetes, rascar su mentón, masajear el cuello, acariciar el lomo, esperar que me muerda, cerrar el puño, dejar que ella raspe sus encías en mis nudillos.

Compartíamos comida juntos. Ambos comíamos chicharrón, pollo y yogurt. A ambos nos gustaba el arequipe y las cosas cremosas.

Yo nunca quise una gata, sólo llegó. Y Amy nunca necesitó un hombre, sólo pasó. Compartimos casa, amor y sofá.

Hoy, doce años después de conocerla y hasta el final de mi vida, viviré con la memoria que, entre mis 20s y 30s, tuve una gata. Amé una gata. Su nombre es Amy.