El Museo de la Primera Pandemia

"Estamos llegando al puerto del Museo", anunció una voz en todo el barco, despertando a Juan de su siesta. Su cabeza reposaba en el pecho de Eliane, quien lo abrazaba de forma protectora. A pesar de sus ciento uno años de edad, Juan la veía tan hermosa como la conoció muchas vidas atrás.

“Prepárense para desembarcar”, continuó la voz, “recuerden que en El Museo de la Primera Pandemia cada minuto cuenta.”

—¿Las tienes? —preguntó Eliane al ver que Juan despertaba.
—Yo también te amo —respondió Juan con sarcasmo— y claro que no las iba a olvidar.

Juan sacó dos pastillas negras y una botella de agua de su bolsa de viaje. Le dio una a Eliane y sostuvo la otra entre sus dedos, contemplando su superficie brillante y reflectiva. De reojo, notó que Eliane hacía lo mismo.

—Este es un buen momento —le aseguró Juan a Eliane.
—¿No van a fallar, verdad?
—Es mi cumpleaños, Eli Bi. Confía. ¿Cuándo te he fallado con sustancias?
—Todo lo que me das me hace efecto primero a mí y más fuerte. Quizás deba esperar.
—No —declaró Juan con convicción—, no en este caso. Funcionarán al tiempo.

Juan le dio un beso en la mejilla y, mirándola a los ojos, se tomó la pastilla con un fuerte trago de agua. Eliane hizo lo mismo. En el horizonte, en medio de un mar de un azul irreal, se alcanzaban a ver los mega domos del Museo.

Cuatro personas más salieron a la cubierta del barco y se acercaron a la pareja. Tres de ellos asiáticos, jóvenes y en sus veintes. Los tres iban tomados de la mano y hablando animados. El otro, un hombre grande, de brazos anchos y tatuados, de unos sesenta años y una actitud de no querer estar ahí.

Juan sintió el familiar dolor en sus músculos tras despertar. Era un recordatorio que, por ahora, seguía vivo. Como un reflejo, masajeó los hombros de Elaine donde a él mismo le dolía y se preparó para conocer a sus compañeros de viaje.

—¿No están muy emocionados? —preguntó la mujer asiática a todos los demás, viendo fijamente a Eliane. En la mente de Juan, no era más que una niña.
—No tanto como ustedes —respondió Eliane sonriendo—, ¿de qué zona vienen?
—Zona Segura Nueve —contestó uno de los acompañantes de la chica en tono monótono.
—Wow, —dijo Juan con auténtico asombro— ¿Nueve Singapore?
—No, no, no —negó la chica—. No podemos pagar eso. Yo soy de Nueve Okinawa. Ellos viven conmigo. Siu es de Nueve Busan, lo conocí antes del colapso de la barrera ecológica. Y él es Feng. Creció en los túneles de Guangzhou. Lo rescatamos hace poco y Siu y yo nos enamoramos de él. Es de nuestro pod ahora.

Eliane no pudo evitar sonreír ante la forma casual en la que la chica compartía detalles íntimos de sus vidas. Sobre todo con la incomodidad que Siu mostraba.

—¿Y tú? —le preguntó Eliane a ella—. ¿Cómo te llamas?
—¡Riko!, Riko Meier —dijo ella con entusiasmo y una ligera venia.

Juan tomó nota mental. Riko era claramente japonesa, pero su apellido la hacía mitad alemana. Y se notaba. Alta, de cabello naranja oscuro, ojos miel y una curiosa piel canela. Algo en ella era familiar.

Riko tenía tomado de la mano derecha a Siu y de la izquierda a Feng. Siu tenía pelo largo y desordenado, con ojos negros y un bigote timido que apenas le crecía. Con un poco de sobrepeso y casi tan alto como Riko. El más tímido de los tres.

Feng, por otro lado, era pequeño. Su rostro parecía recuperarse de una terrible golpiza. Su nariz estaba desviada y su mentón había sufrido una fractura. Uno de sus párpados estaba hinchado y tenía un hombro caído con respecto al otro. Sin embargo, lucía una sonrisa inmensa y no paraba de mirar el mar y El Museo en el horizonte.

—Riko —repitió Juan—, como el "Ri" de "Matsuri", ¿verdad?

Riko dio un pequeño grito y abrió su boca con asombro al viejo hombre que acababa de descubrir el secreto de su nombre.

—Nunca había conocido a alguien de afuera de Nueve que hablara japonés.
—Oh, no, él no habla japonés —intervino Eliane con burla—, sólo pretende saber lo suficiente para distraer.

El hombre tatuado los miraba de lejos. Su rostro era una combinación de curiosidad y fingida indiferencia. Eliane notó su mirada y el hombre miró en otra dirección.

—¿Y tú? —le preguntó Eliane al hombre—. Si vamos a pasar todo el día juntos en El Museo deberíamos conocernos.

Todo el grupo volteó a verlo, excepto Juán que sonreía al ver los domos del Museo hacerse cada vez más grandes. Tras segundos de incómodo silencio, el hombre lo rompió diciendo, en el más norteamericano de los acentos:

—Dustin.

Y no dijo nada más porque, segundos después, las luces de bienvenida del Museo se activaron. Dos hilos de un laser blanco como la leche conectaron el puerto con el barco, mientras que un arcoiris de color creó un show de luces muy brillantes, en la mañana, en medio del mar.

“La fundación Pérez, la fundación Hayashibara y el fondo soberano de América Latina les dan la bienvenida al Museo de la Primera Pandemia. Toda la experiencia será auto guiada. Aunque la mayoría de exhibiciones son simulaciones aumentadas, algunos de los especímenes que verán son especies vivas. Por lo que nuestros visitantes deben pasar por un proceso de desinfección y vestir los uniformes proporcionados por El Museo".

"Recuerden usar los lentes de realidad aumentada todo el tiempo, de otro modo, el mundo se verá muy gris. En caso de emergencia, solo pidan ayuda. El sistema automático del Museo los cuidará. Recuerden que El Museo está en pruebas y ustedes son apenas la tercera expedición".

"Valoramos que nos compartan sus opiniones al final y esperamos verlos en nuestra gran inauguración al público en tres meses, el primero  de julio de 2086. Muchas gracias y disfruten El Museo".

Los tres grupos se dividieron y entraron a cabinas distintas. Tras múltiples duchas, baños de luz ultravioleta y más duchas, Juan y Eliane terminaron en un cuarto frío y privado donde una pantalla en la pared les pedía dejar toda su ropa del "exterior" y ponerse el uniforme del Museo. Parecía ropa de astronauta.

—Me debiste advertir que el inicio sería tan clínico— le reclamó Eliane a Juan.
—No tenía idea de nada de esto. Mi rodilla está en llamas.
—Mi piel está en llamas con estas duchas.

Juan vio a Eliane desnuda y, a pesar de los años, reflexionó sobre lo feliz que era al verla desvestirse y vestirse una vez más. En las arrugas de su cuerpo veía al mismo tiempo a una mujer fuerte a pesar su vejez, así como a la joven que vivía por siempre en su mente. Se sintió fascinado de que ese sentimiento nunca cambiara y deseó tener más tiempo para escribirlo como un poema. Eliane lo atrapó viéndola, le sacó la lengua y siguió vistiéndose.

Al salir del cuarto encontraron un pasillo largo, de un gris metalizado en techo, piso y paredes. En el centro, una especie de altar con lentes de realidad aumentada. Ninguna pared parecía ser una puerta de salida.

Los lentes eran translucidos, ligeros y cómodos. Con la forma de unas gafas para esquiar rodeaban por completo los ojos, sin dejar ningún espacio. Una voz, que parecía venir de los lentes y hablarles directo a sus cráneos, les dijo: "cuándo estén listos, digan OK".

Ambos dijeron "OK" suavemente y, al instante, el cuarto cobró vida.

Un intenso olor a flores de lavanda llenó el ambiente. Las paredes de metal se derrumbaron, mostrando tras ellas un inmenso campo de lavandas que Juan identificó como la Provence en Francia. Ambos sintieron en sus rostros un cálido viento que agitaba de forma rítmica cada flor.

A lo lejos, el sol del atardecer no sólo alumbraba, calentaba. Lo más increíble era el suelo, que en sus pies ya no se sentía como metal sólido, sino como la tierra suave de una granja.

Juan llevó una mano a su rostro para quitarse los lentes, pero Eliane le dio un golpe en la nuca y lo detuvo.

—¿No te puedes aguantar, verdad? —le dijo protestando.
—¿Qué? —respondió Juan fastidiado.
—Necesitas saber cómo funciona.
—No es eso —mintió Juan.
—¿No conozco a mi Juan? —respondió Eliane, dándole otra palmada en la nuca con cariño.

Sin quitarse los lentes, Juan se agachó y tocó el suelo con sus manos. No se sentía como tierra, porque no podía enterrar sus dedos en ella. Pero, por encima, la superficie realmente parecía la de una roca. Era una sensación extraña. Miró a Eliane y ella aceptó resignada. Ambos, al tiempo, se quitaron los lentes.

Volvieron a ver el mismo pasillo gris metálico, esta vez con algunas diferencias. Vieron agujeros que se abrían en las paredes, de donde parecían venir ráfagas de viento y sonidos artificiales. En algunos de ellos se veían luces cálidas infrarrojas que, Juan supuso, simulaban al sol. Notó que el suelo ahora eran millones de pequeños fragmentos de metal que se reorganizaban para crear un efecto de suelo rocoso.

Juan se puso los lentes de nuevo y, una vez más, se transportó al sur de Francia. En un atardecer imposible porque su mente sabía que era la mañana. Y que Francia ya no existía, reemplazada por un oscuro desierto radiactivo.

"Todos los participantes han terminado la preparación. Es hora de empezar el recorrido por las últimas seis décadas de la humanidad, empezando por enero de dos mil veinte."

El paisaje se desvaneció y todo se puso oscuro. Lentamente la luz volvió y ahora estaban en una inmensa pradera que Juan reconoció de inmediato. Eliane tomó de la mano a Juan con fuerza, porque ella también la reconoció. Pero antes de que ninguno dijera algo, notaron que alrededor de ellos estaban sus compañeros de viaje.

—¡Ahí están! —gritó Riko emocionada—. ¡Qué tal ese inicio tan increíble!

Los tres seguían tomados de la mano, con Riko en el centro. Siu estaba boquiabierto y maravillado con el entorno. Feng, por otro lado, lloraba de alegría.

—¿Así era? —preguntó Feng a nadie en particular—. ¿Así era el mundo?

Juan intentó responder, pero la voz del Museo se adelantó.

“La primera experiencia es una tradicional granja de flores de lavanda del sur de un país llamado Francia, en lo que se conocía como Europa, tres mil kilómetros al norte de la hoy Zona Segura Tres. La lavanda es una flor cuya fragancia se usaba en perfumes y artículos de belleza.”

—Un super sintetizador de olor —dijo Siu al grupo—, debe ser carísimo mantenerlo. ¿Pero cómo hacen el suelo?
—Creo que es una mega textura robotizada con servos —comentó Juan—. Si te quitas los lentes, puedes ver el entrelazado de piezas metálicas que parecen reorganizarse cuando caminamos. Es increíble. Deben ser millones de piezas.

“¡Correcto!", respondió la voz del Museo, sorprendiendo a Juan de que reaccionara al contexto de la conversación. “Una súper estructura entretejida de grafeno movida electromagnéticamente recrea las texturas del Museo. A lo largo del recorrido la verán construir cosas aún mas complejas, esta aventura apenas empieza.“

En el campo de visión de todos, una serie de flechas de luz los animaban a caminar y continuar el recorrido. Juan miró a Dustin que, en silencio, miraba al paisaje, moviendo su cabeza en negación y decepción.

Caminaron varios minutos entre una larga y verde pradera que olía a césped húmedo. En cada paso el paisaje se hacía un poco más árido, un poco más cálido. Eliane notó que la pared del pasillo donde empezaron ya no existía. En su mente trató de imaginar dónde estaba. Por fuera, El Museo era una serie de cinco domos gigantes. Por dentro, no había forma de creer que no estaban en el mundo exterior.

—¿Una playa? —preguntó Dustin, que iba detrás de todos, en un murmullo.

El grupo volteó a ver a sus espaldas y notaron que, tras ellos, ahora se extendía una playa gigante de arena blanca. Al voltear de regreso, y como en un truco de magia, el paisaje había cambiado a selva tropical.

—Playas hay en todas partes —reiteró Dustin, ajustando las mangas de su plateado uniforme del Museo hacia atrás y descubriendo dos tatuajes en sus brazos que Juan identificó de inmediato.

“Así es”, respondió la voz del Museo, “esta es una playa como muchas de las que aún quedan tras Las Bombas. Pero la sorpresa no está en la arena sino bajo el mar.“

El suelo se abrió con un temblor y alrededor de ellos el mar los inundó por todos lados. El grupo se cubrió el rostro de forma instintiva. Juan se arrodilló y sintió sus viejas rodillas tronar y enviarle un choque de dolor. Cien años de vida no llegan sin consecuencias. Perdió el balance y se cayó hacia atrás, pero una fuerza invisible lo detuvo con cuidado.

Juan asumió que el suelo había de nuevo cambiado de forma para crear una especie de silla que lo salvó. Sus lentes escondían la existencia de una estructura, pero con sus manos logró palpar una estructura sólida. También notó que el resto del grupo se sostenía de maneras extrañas y entendió que no era el único que había perdido el balance.

En instantes todos estaban bajo el mar, inexplicablemente húmedos, pero respirando con facilidad. A su alrededor, una espectacular cantidad de peces nadaban en un baile coordinado e hipnotizante.

“En dos mil veinte”, explicaba El Museo, “el mar estaba aún lleno de una masiva diversidad de especies. Lo que ven es un cardumen de arenques del Atlántico. Algunas escuelas de este pez podían alcanzar cinco kilómetros cúbicos. Millones de peces en un sólo lugar.”

Poco a poco cayó la noche en lo profundo del océano Atlántico. Alrededor de los peces, un psicodélico brillo empezó a rodearlos.

"Estos peces se alimentaban de plancton que, en ocasiones, al ser tocado se iluminaba con un azul eléctrico conocido como bioluminiscencia".

La luz del sol los rodeó nuevamente y a lo lejos escucharon un canto extraño y profundo, como el grito de un violín alienígena.

“Uno de los depredadores naturales de estos peces…”, anunció El Museo, mientras una sombra se acercaba a lo lejos, cantando esa canción única e indescriptible. “...era también uno de los animales más grandes del planeta Tierra.”

Una colosal masa gris azulada se acercó. Con una boca gigante atacó la escuela de peces y de un solo bocado se comió a cientos de ellos. Quizás miles. Era como ver una nave espacial de ciencia ficción, orgánica, inmensa, aerodinámica y de una belleza indescriptible. Su paso generó una ola de viento que Juan sintió en su piel y no pudo evitar admirar el diseño del Museo.

"La ballena azul es una de las muchas especies que el Antropoceno y Las Bombas extinguieron. Desde la primera pandemia y antes del Colapso Ecológico ya estaba en peligro. No había forma de que sobreviviera. Hoy guardamos muestras genéticas en El Museo y en otros lugares del mundo esperando que los biorreactores del futuro nos permitan recuperarla."

La ballena nadaba por encima de sus cabezas, flotando cada vez más cerca del grupo.

—Tiene que ser un holograma creado por los lentes —comentó Eliane a Juan.
—Tiene que serlo —respondió él—. El suelo cambia de forma pero no creo que puedan simular algo así y que además flote.

La ballena estaba ahora a menos de un metro de sus cabezas, nadie se animaba a tocarla hasta que Riko levantó sus manos, sintió la piel del animal y no pudo evitar gritar.

—¡Es real!

La ballena cantó ante la caricia de Riko, nadando lentamente para no dejar de estar cerca de ellos. Todos decidieron tocarla y cada uno dejó ir un involuntario suspiro al notar su textura. Se sentía viva.

—No sabía —susurró Dustin con nostalgia—. No sabía.

“La humanidad es una historia de conflicto”, comentó El Museo, “pero también de esperanza. Y en El Museo creemos que no sólo la ballena azul volverá. Todos, todos volverán.”

Las luces parpadearon y, en un instante, la ballena ya no estaba. En su lugar, miles de peces de todo tipo los rodearon. Peces payaso anaranjados, tiburones blancos, delfines, pulpos, barracudas, escalares, manatíes y un sinfín de corales, crustáceos y otros peces. Todos nadando y explotando en vida a su alrededor.

"Esta escena no es una exageración del Museo. En los arrecifes de coral del pasado se congregaba una inmensa y diversa colección de vida tan colorida y densa como la que ven ahora. Hoy en día los desiertos marinos aún conservan muchos de estos corales, aunque sin color."

Riko y Feng lloraban y reían sin control, con sus espaldas descansando sobre el pecho de Siu que los abrazaba a ambos por detrás. Dustin tenía sus brazos sobre su cabeza y no paraba de mirar alrededor.

—Me costó años convencerte de bucear, ¿recuerdas? —preguntó Juan a Eliane.
—¿Y tú olvidas mi tímpano? —le respondió Eliane—, no quería ignorarte, solo me dolía.

Juan se sintió un poco avergonzado por haberlo olvidado y Eliane lo notó. Dio la vuelta y acarició el rostro de Juan con ambas manos. La dura textura de sus manos era maravillosa.

—Valió la pena el dolor —dijo ella—, gracias por llevarme a bucear cuando todo esto existía.

Juan vio los ojos de Eliane tan perfectos como cuando la conoció por primera vez. Tras las arrugas de un siglo de historia, encontró a la misma persona que cambió su vida para siempre. La vergüenza lo abandonó y a cambio llegó un inmenso agradecimiento de que ella estuviera en su vida.

—Igual me costó años.
—No pierdes una.
—Gracias por quitarme la culpa.
—La culpa es para las lagartijas —comentó ella guiñando un ojo.

______

La experiencia marina se desvaneció y solo quedó un mar tranquilo y vacío con las flechas de luz que los animaban a moverse. Eliane preguntó a Juan por sus rodillas y él le pidió dejar de preguntar lo mismo cada cinco minutos. El grupo terminó en un restaurante tropical con una gran mesa de madera a la sombra de palmeras.

“Hemos completado un tercio del recorrido”, dijo El Museo. “Es hora de un almuerzo ligero de comida de mar”.

—¡SOY VEGETARIANA! —gritó Riko de inmediato.

Siu la golpeó en el hombro para que bajara la voz.

“Por supuesto, todos los platos son de células de pescado provenientes de biorreactores o basados en plantas. Ningún animal fue tocado en el proceso.”

De entre las plantas de la playa, dos robots meseros aparecieron con los platos. A Juan le pareció extraño ver algo tan normal como los bots meseros de cualquier restaurante en un lugar tan tecnológicamente sorprendente. Pero, quizás, si algo funciona no hay por qué cambiarlo.

Ver el rostro de sorpresa en el resto del grupo le recordó que, hoy en día, ir a un restaurante era un privilegio y que para ellos sería un momento inolvidable.

La mesa era compartida entre los seis y Eliane seguía fascinada por la interacción de los tres chicos.

—Entonces, ¿los tres son pareja? —preguntó Eliane al grupo.
— Pod —respondió Siu en automático—. No pareja. Pod. Una pareja implica dos. Como ustedes. Nosotros somos tres.
—Somos seis, realmente —agregó Riko. Siu parecía desaprobar que ella lo dijera, pero Feng asintió.

Dustin dejó atrás su rostro enigmático y estoico para mostrarse extasiado por el sabor de, lo que El Museo aseguró, eran croquetas de pescado. Si la conversación le interesaba, la comida le interesaba más.

—Wow, seis —exclamó Eliane—. ¿Y los seis son... románticos entre sí?
—Es muy normal hoy en día —interrumpió Juan—. En especial después de Las Bombas, las relaciones humanas, casi que por necesidad, cambiaron a…
—¡Hey! — Eliane llamó la atención de Juan, golpeando su frente con un dedo dos veces — ¿Qué tal si dejas que el pod me lo explique?

Juan gruñó. Riko sonrió, tomó un generoso sorbo de una bebida cremosa que El Museo aseguraba que tenía "sabor a limón y textura de coco", miró a su bebida con el agradecimiento de encontrar una piedra preciosa en las montañas, suspiró en aprobación por la frescura del sabor, y continuó.

—Sí, los seis en el pod somos una relación. No todos nos amamos igual, pero todos amamos a por lo menos uno o dos de nosotros. Algunos, como Feng, son muy nuevos porque los acabamos de rescatar. Y no todos eligen quedarse.
—¿Rescatar? —preguntó Eliane.
— Sí. Feng vivía en los túneles de Guangzhou. No ser heterosexual es ilegal en los refugios chinos y casi lo matan. Pero gracias a la fundación lo encontramos y logramos traer a Nueve Okinawa.

Feng acarició su rostro, tocando con orgullo su mentón fracturado, su nariz desviada y su ojo hinchado.

—Gracias a Riko puedo ser quién soy, cómo soy, y feliz.
—¿Qué fundación? —preguntó Juan con auténtica curiosidad.

Riko miró al suelo con timidez. Siu fue quien habló esta vez.

—A Riko no le gusta que la gente sepa.
—Aunque —agregó Riko—, si ellos pagaron el ticket del Museo y son del grupo de prueba, quizás con ellos no importa.

Riko asintió a Siu, quien se encogió de hombros, se llevó un vegetal a la boca y, tras masticarlo, reveló la verdad.

—Ella es Riko Meier-Hayashibara. La tercera y única hija sobreviviente de la fortuna Hayashibara.
—¡Tú eres la hija de Aki! —gritó Juan.
—¿Aki? —preguntó Riko extrañada— Sólo gente cercana le decía “Aki” a mi mamá.

Juan se sintió muy idiota.

—Akio. Quise decir Akio. ¿Tu mamá fundó Haya Heavy Industries, verdad?
—Sí, soy una de las hijas de Thomas Meier y Akio Hayashibara.

“Haya Heavy Industries y la Fundación Hayashibara son en gran parte responsables de la construcción de este museo”, declaró la voz gigante del domo.

Dustin silbó en sorpresa. Eliane sonrió con los ojos cerrados y Juan miró perplejo al horizonte. Otro silencio se adueñó del restaurante tropical en la playa. El simulado viento movía el blanco cabello de Juan.

—Un día —dijo Siu rompiendo el silencio—, quiero tener una barba así de gris y gruesa como la suya.
—Je —rió Juan—, no te preocupes. Sólo come lo que quieras que la vejez igual llegará. Junto con mal aliento.
—Espera —agregó Eliane, dirigiéndose a Riko—, ¿entonces usas el dinero de la fundación para rescatar personas de las áreas irradiadas?
—Sí, o de otras áreas de conflicto. Nos conocimos en la red y creamos el plan. Es muy costoso, pero lo vale —declaró Riko orgullosa.
—Y si son seis, ¿por qué sólo vinieron tres?

Visiblemente incómoda, Riko tomó aire y continuó.

—Realmente es muy costoso sacarlos. Nuestro capital no es muy líquido. Y aunque la fundación de mis padres financió parte del Museo, no teníamos para todos.
—¡Ella lo hizo por mí! —exclamó Feng con un golpe en el pecho— ¡Era mi sueño venir a este lugar!

Juan se acarició la barba mientras miraba fijamente a Riko y su grupo. Eliane ya sabía lo que pasaba por la mente de Juan y dejó que ocurriera.

—¿Cuánto... —empezó Juan— ... cuánto cuesta rescatar a alguien?
—Depende de la zona —explicó Riko—. Siu fue mi primer rescate. Fue amor a primer texto y tenía que sacarlo de Busan antes del Colapso total. Eso fueron…
—Cinco bitcoins —calculó Siu.
—Sí, cinco. Pero Feng fue más difícil. Un submarino rentado en Hong Kong. Un contrabandista que lo sacara de las alcantarillas. Las antenas repetidoras para no perder comunicación. Fueron unos veinte bitcoins.
—¿Veinte? —preguntó Feng perplejo— No tenía idea. Lo siento, lo siento tanto, no debieron…
—No seas tonto —le respondió Riko abrazándolo del cuello y llevando la cabeza de Feng a su pecho— Lo vales, lo vales por completo. Lo haría de nuevo sin pensarlo.

Juan seguía haciendo cálculos.

—La empresa de tu madre inventó el grafeno industrial, ¿no les alcanza el capital?
—Mi mamá la creó pero hoy es más de los inversionistas — se lamentó Riko—. Y ya usé gran parte de mi herencia.
—Y en promedio, ¿cuánto les cuesta rescatar a una persona de áreas de conflicto y llevarla a una zona segura?
—Unos diez bitcoins —dijo Siu.

Juan palpó los bolsillos de su uniforme en busca de su terminal, pero no lograba encontrarla. Maldijo en voz baja mientras seguía buscando. Eliane suspiró y de su bolsillo sacó su terminal.

—Usa la mía.
—Okidoki.

Juan pasó sus dedos por la transparente superficie de la terminal de Eliane, que se encendió con vida mostrando una interfaz gráfica. Tras autenticar sus contraseñas y firmas biométricas, finalmente le dijo a Riko:

—¿Me pasas tu billetera?

Riko, extrañada, buscó su propia terminal. Abrió la dirección de su cripto-billetera y la envió a la terminal de Juan. Ambos hicieron el baile criptográfico estándar de transferir dinero. Con drama teatral, Juan elevó su dedo índice al aire, lo clavó en la pantalla y finalmente declaró:

—Listo. Eso debería ser suficiente para rescatar algunas personas más.

Riko revisó su terminal y, temblando, la dejó sobre la mesa. Siu y Feng se acercaron a ver la pantalla. Una transacción de 750,000 bitcoins brillaba en la interfaz.

—¡Así fue cómo pagaron la entrada al Museo! —gritó Feng emocionado— Claro. Cómo no iban a ser millonarios, si se nota de lejos.
—¿Qué se nota de lejos? —preguntó Eliane con una sonrisa curiosa que derretía a Juan.
—Que son latinos. ¡¡Por supuesto que son millonarios!!

Dustin se enfocó en Juan y Eliane por un instante con una mirada seria. Siguió comiendo sin dejar de verlos y les preguntó:

—¿Eso es verdad? ¿Son latinos?
— Sí —contestó Juan, tratando de decidir si el tono de Dustin era amenazante o solo rudo—, somos ambos de la Zona Segura Uno.
—¿Qué parte de Uno? —preguntó Dustin.

Juan se rascó la barba tratando de entender a Dustin, pero Eliane le puso su mano en la pierna y la apretó.

—Uno Colombia —contestó ella.
—¿Dónde queda Uno Colombia? —preguntó Siu.
—Entre el Pacífico y el Atlántico —dijo Feng, con la emoción de quien está conociendo a una persona famosa.
—Entre el Pacífico —repitió Dustin lentamente— y el Atlántico. No hay ubicación más estratégica en el mundo.
—En el mundo de hoy —dijo Juan, cansado de escuchar el mismo argumento xénofobo—, pero no siempre fue así.

La tensión en el ambiente aumentó y Riko, aún impactada por la millonaria donación, sintió la responsabilidad de romper el hielo que había enfriado la simulada playa.

—¿Tú cómo compraste tu ticket? —le preguntó Riko a Dustin.
—¿No es un poco atrevida esa pregunta? —respondió Dustin desafiante.

“Ahora que ha finalizado la comida”, interrumpió El Museo con perfecta armonía, “queremos darle la bienvenida una vez más al grupo de Riko, Siu y Feng, de la Fundación Hayashibara. Al señor Dustin King, en representación de los Veteranos de la Alianza Latina y al señor y señora…”

—No, no, no —dijo Juan en voz alta, deteniendo al Museo—. Antes de eso, y gracias, Museo, me gustaría preguntarle algo al señor Dustin.

“Por supuesto”, accedió El Museo.

—¿Cómo puedo ayudarte? —preguntó Dustin con un acento cada vez más norteamericano.
—¿Eras un soldado?
— Así es.
—Y tu ticket del Museo, ¿es una cortesía de veterano?
—Así es.
—¿Eres un veterano de la Alianza Latina? ¿Combatiste por defender a mi país en la invasión tras el Colapso y Las Bombas?

Dustin no respondió por un rato, pero nadie dijo nada. Juan sabía que nada era más insoportable que el silencio de una pregunta no respondida. Riko intentó hablar, pero Eliane le hizo un gesto con su mano.

Siu miró a Feng y le hizo señas con sus manos y movimientos de párpado. Feng le respondió igual. Eliane se preguntó si estaban hablando a través de un Link. Ella odiaba los implantes cerebrales, pero sabía que eran muy populares en las áreas de conflicto.

—No, no combatí por la alianza. Mi esposa sí —respondió Dustin al fin—. Cuando ella falleció, yo heredé sus beneficios de veterana. Así obtuve mi ticket.

Juan volvió a mirar los tatuajes en los brazos de Dustin. El "SEMPER FI" en el brazo derecho. La bandera de Estados Unidos en el izquierdo. Una X tachando la bandera.

—"Siempre fiel" —dijo Juan con un susurro apenas perceptible para Dustin—, ¿verdad, Marine?
—Siempre fiel —respondió Dustin—. Aunque se caiga el cielo.
—Y se cayó —dijo Eliane desafiante.

Los tres se miraron con un repentino desprecio. Pero antes de que escalara las luces volvieron a desvanecerse. En la oscuridad, todos sintieron que las sillas cambiaban de forma y los hacían ponerse de pie. Escucharon el sonido de los platos siendo recogidos y, al volver las luces, se encontraron con la pradera y las flechas de luz que los instaban a caminar una vez mas.

“El Museo los invita a recordar. A experimentar la vida de antes. A celebrar la vida. A honrar el pasado. Y a que las memorias nunca mueran. Es hora de continuar el recorrido.”

______

La espalda de Juan dolía exactamente como dolería la espalda de alguien de su edad. Durante las siguientes horas, el grupo pasó por un bosque de bambú, tocaron un panda, caminaron por castillo medieval, comieron helado en una feria de Siberia con un leopardo de las nieves, sintieron el frío de un glaciar y el calor de un desierto.

Riko cambió su actitud alegre a una timidez inmensa, ocasionalmente sacando la terminal de su bolsillo para revisar incrédula el balance de su cuenta. Siu y Feng mantenían una conversación agitada que fluía entre palabras en voz alta, gestos con las manos y silenciosos parpadeos.

—Disculpa —preguntó Eliane cuando ya no pudo soportar la curiosidad —. ¿Ustedes dos hablan usando Links?
—¿Links? —preguntó Feng.
—Neuralinks —le dijo Siu, tocándole la parte de arriba del cráneo.
—Aaah.

Feng apartó el corto pelo de su cabeza y mostró una herida circular en la base superior del cráneo. Era la inconfundible marca de un implante de Neuralink.

—En los túneles —explicó— no hay muchos empleos. Si quieres dinero, vas a las minas. Y en las minas no se puede hablar. Así que esto es obligatorio para hacer dinero.
—En Busan igual —agregó Siu—, las fábricas son tan ruidosas y el trabajo tan veloz que sin ellos no puedes coordinar.

Eliane consideraba los Links un error de la humanidad. Un sacrilegio inaceptable. Pero su curiosidad era más fuerte que su indignación.

—¿Y escuchan sus pensamientos? —preguntó maravillada a los chicos—, ¿pueden ver lo que el otro piensa o...?
—Naaaghhh —gruñó Riko, volviendo a ser ella misma—, no es nada de eso. Odio que los usen porque me ignoran y ni siquiera es tan interesante.
—¿Entonces?
—Son pulsos —dijo lanzando las manos al aire—, ellos sienten pulsos en la mente, como pings. Se los envían y los reciben. Ping de ida. Pong de regreso. Si lo mezclas con lenguaje de señas y aprendes un código, creas un lenguaje.

Eliane jaló la mano de Juan para que prestara atención, pero Juan consideró que sabía lo suficiente sobre el Linkguaje y cómo se integraba con una especie de código morse entre palabras. Para él era la obvia evolución humana integrar máquina y mente. Su interés estaba más en quién era este personaje llamado Dustin.

—¿Y por qué no te pones un Link? —razonó Eliane con Riko—, suena a que te estás perdiendo de una parte de la relación.
—¡Es verdad! —respondió Siu en aprobación.
—No —dijo Riko con agresividad—. Si Dios quisiera eso, habríamos nacido con uno puesto. Mi cuerpo es sagrado.
—Si eres una niña in-vitro —se burló Feng mientras detallaba un cactus gigante en el simulado desierto del Museo—, nada tuyo es natural. Todo vino de un tubo.
—El 90% de los niños post-Colapso son in-vitro —explicó Juan en tono automático—. Y no es como si pudieras elegir dónde naces.
—O lo que tu familia decide por ti cuando eres joven— agregó Eliane.
—O tu país —dijo Dustin, sorprendiendo a todos.

El escenario cambió del árido desierto a un lugar lleno de personas. Pero ninguna de ellas era real. Todas eran sombras oscuras. Sin rostro. Bailando. A Juan le sorprendió notar que las personas se chocaban con él. Sus cuerpos eran reales. Seguía fascinado por la tecnología que permitía crear superficies táctiles programáticas de tan alto detalle.

En el fondo, entre luces, lásers y mucho ruido, vio una tarima gigante con un DJ tocando música electrónica. En las pantallas, un texto:

"EL MUSEO DE LA PRIMERA PANDEMIA LES DA LA BIENVENIDA AL ÚLTIMO FESTIVAL DE MÚSICA ANTES DE LAS BOMBAS. EN AUSTIN, TEXAS. 2040".

Los tres chicos y Dustin se perdieron en la robótica multitud. Eliane y Juan se tomaron de las manos, sintieron el bajo de la música retumbar en sus cuerpos y, con cuidado y paciencia, empezaron a bailar.

Pero no duró mucho. Los huesos y músculos de cien años, a pesar de la ciencia médica, no pueden bailar demasiado sin causar inmenso dolor. El Museo pareció detectar su cansancio y materializó dos sillas, elevándolos por encima de la multitud. A lo lejos, vieron al DJ mezclar y bailar.

—Es nuestra canción, ¿lo notaste? —le preguntó Juan a Eliane.
—Es tu canción, no la mía.
—Ay por favor, tú amas esta canción.
—Amar, a veces, es fingir.
—¿Fingir qué? —dijo Juan echando sus ojos para atrás en exasperación.
—Fingir por años que me gusta una canción que a ti te encanta.
—¿Por qué?
—Por amor.
—Pero te he visto escucharla.
—Con el tiempo aprendí a amarla también.
—¿Y qué más has fingido?
—Amar a la gente que tú amabas y yo no —respondió Eliane al ritmo del bajo.
—Wow, ¿qué más?
—¿Cuenta haber fingido por años que no me moría de las ganas de verte cada día
—¿Cuándo?
— Antes. Antes de decidir estar juntos.

Juan suspiró asintiendo.

—¿Por qué nos tomó tanto tiempo?
—¿Qué cosa? —preguntó Eliane.
—Estar juntos.
—Por fingir que no era un amor tan grande.
—O que nuestras vidas ya eran lo que queríamos.
—Hey, entonces tú también fingías.
— Todos fingimos, por amor, ¿no es esa tu línea?
— A ver, ¿tú qué has fingido conmigo?
—Que me sorprendo —explicó Juan, tirando las manos al aire— cuando me enseñas algo que ya sé.
—¿En serio? ¿Y es que sabes todo lo que te he enseñado?
—Claro que no. Pero sí mucho.
—¿Y qué más sabes? —preguntó Eliane con tono juguetón.
—Con quién te veías cuando te ibas lejos sola.

Eliane perdió su sonrisa juguetona y el sonido del concierto se apagó en su mente. Juan, al notarlo, la tomó de la mano, la besó lenta y tiernamente en la boca y le acarició el cabello. A pesar de los años, su cabello seguía teniendo ese tono entre negro y caramelo. Juan se preguntó si Eliane se lo pintaba. Nunca lo supo. Quizás también fingía no tener canas.

—No importa, Eli Bi —le dijo con una cálida sonrisa y ojos entre cerrados—. Tú sabes que no importa.
—¿Cómo supiste?
—Recuerda quién era antes. Y mi trabajo. Mi gente mantenía una invasión a raya. ¿No me iban a contar que hacía mi Eli Bi en sus aventuras?

Eliane le apretó la mano y notó que sus encías dolían de morder muy fuerte.

—¿Y elegiste justo este día para confesarme que sabías?
—Eli. No. Importa. Una sabia Eli me dijo que amar, a veces, es fingir.
—Ay, mi Juan, eres un hijo de puta a veces, ¿sabes?
—Yo también te amo.

El concierto siguió y cambió a otra canción. En la multitud escucharon a Feng gritar "esta es un clásico" y notaron que hasta Dustin bailaba al ritmo del bajo. Los tres chicos del pod se movían felices.

—Oh, recuerdo nuestra fase de "pods" y experimentación —comentó Juan con sarcasmo.
—No fue una fase —dijo Eliane cortante.

La canción volvió a cambiar a un remix oscuro y de sonidos industriales.

—Esta sí me gusta —confesó Eliane al aire.
—Yo sé —contestó Juan.

Al concierto le siguió un paseo por New York, una caminata por una fábrica de automóviles de combustión interna y una procesión religiosa de Semana Santa en el centro de Sevilla. Mientras el grupo caminaba entre árboles, contemplando sus brillantes frutas naranjas, Dustin empezó a alejarse de ellos.

Juan, al notarlo, apenas escuchaba al hombre susurrar.

—Yo no sabía, no sabía.

“El inicio del año dos mil veinte es reconocido como la última fecha de equilibrio natural y social del periodo de paz más extenso del Antropoceno”, explicó El Museo de nuevo. “Ahora El Museo los llevará al más reciente de los hechos de violencia masiva antes de las Zonas Seguras: La Invasión Norteamericana de América Latina posterior a Las Bombas. Si la experiencia a continuación resulta muy gráfica, pueden retirarse los lentes.”

El escenario se transformó en una montaña andina con vista a una verde sabana. El grupo tenía una vista desde lo alto de la montaña a una batalla masiva. Aviones bombardeaban segundo tras segundo un inmenso valle de diferentes parches de verde. Grupos de vacas a lo lejos mugían aterrorizadas en medio del campo. Tanques de guerra y sistemas antiaéreos disparaban sin parar. Los soldados peleaban sin tregua.

El escenario avanzaba a alta velocidad cada minuto. La pradera inmensa se transformaba en una tundra oscura y humeante. Un insoportable olor a quemado llenaba el ambiente. Cuerpos sin vida y máquinas destruidas reemplazaron las casas campesinas y animales de granja que antes habitaban esa sabana. La artillería explotaba sin cesar.

“Tras el invierno nuclear provocado por Las Bombas en el antiguo primer mundo, los ejércitos sobrevivientes, hambrientos y desesperados, decidieron unir fuerzas e invadir a las poblaciones cercanas a los trópicos, únicas zonas intactas en el planeta con una agricultura funcional.”

Juan cruzó sus brazos y observó el escenario en silencio. Eliane entrelazó sus manos en el brazo derecho de Juan y se recostó sobre su hombro. Riko y su pod se tomaron de las manos de nuevo. Dustin se arrodilló y, sin dejar de mirar, dejó correr pequeñas lágrimas en su rostro.

“Ningún lugar fue tan favorecido tras Las Bombas o tan afectado por la invasión como Los Andes. El poder residual de las Fuerzas Militares de Estados Unidos y Canadá se enfocó en conquistar y dominar la tierra más fértil del planeta. Hoy lo recordamos como la más sanguinaria guerra no nuclear de la historia reciente.”

El escenario cambió a una casa en las montañas. De arquitectura Andino-Japonesa. Sutil, pero imponente. Paredes de concreto y madera. Grandes vitrales. Jardines internos y una hermosa pradera externa, idéntica a la pradera del inicio del recorrido. A los alrededores de esta casa, una masiva cantidad de baterías antiaéreas, radares y cañones de artillería.

“El Museo rinde homenaje al Libertador Pérez, presidente de la Alianza Latina, quien comandó las fuerzas militares de la Alianza y detuvo hace treinta años la invasión del ejército combinado Norteaméricano. La Fundación Pérez, creada en honor al Libertador, es uno de los socios fundadores del Museo.”

La versión digital de un hombre de setenta años con un uniforme verde oliva, pelo corto y gris, barba mantenida y disciplinada, se materializó en la entrada de la casa. Miraba al horizonte, más allá de la montaña, donde a lo lejos se alzaban las humeantes heridas del combate.

A su alrededor, su familia lo rodeaba: Una mujer más alta que él, de pelo largo y recogido, abrigada con una ruana andina; dos hijas adultas y un niño pequeño. En el cielo, lentamente, una serie de misiles empezaron a opacar el brillo del cielo.

“El ejército combinado de Norteamérica, en la desesperación previa a su derrota, disparó toda su munición de misiles contra el hogar del presidente Pérez.”

Las baterías antiaéreas y cañones abrieron fuego al unísono, destruyendo misil tras misil. Pero eran demasiados. Todos sabían cómo termina la historia, pero aún así cubrieron sus rostros. Decenas de misiles atravesaron la barrera y destruyeron por completo la casa.

El grupo, en el centro de la simulada explosión digital, vió a la familia volar en átomos y a la casa desaparecer en una nube negra.

“El presidente Pérez, a quién hoy recordamos como Libertador, murió junto a su familia. Su muerte lo consolidó como mártir e inspiró a una generación entera a expulsar la invasión, construir las Zonas Seguras alrededor del ecuador del planeta y crear las ciudades que hoy sostienen la reconstrucción y terraformación del mundo. En su honor y el de muchos otros existe este museo.”

Las cenizas, aún al rojo vivo, del cráter de lo que era la casa los rodeaban. Entre ellas, las sombras de espaldas de la familia se materializaron. El grupo rompió el silencio cuando Riko por fin habló.

—Toda su familia, no es justo.
—No es justo —dijo Eliane suavemente.
—Dos hijas —mencionó Siu contemplando las sombras.
—Y un niño —completó Dustin, avergonzado.

Juan, que no se había movido, caminó hacia Dustin. Lo vio arrodillado y, con esfuerzo, se sentó a su nivel. El Museo, una vez más, materializó un soporte para su espalda. Y, una vez estuvieron cara a cara, le dijo:

—No era un niño, eran dos. Los niños eran gemelos. Nacieron cuando la invasión empezó. Tenían tres años. Nunca se hizo público que eran gemelos porque la guerra era más importante. Y nunca fueron fotografiados juntos.

Dustin vio a Juan y, comprendiendo la familiaridad de su rostro, soltó en un llanto incontrolable que resultaba inevitablemente extraño en un hombre adulto como él.

—Gemelos —repitió Dustin entre el llanto.
—Y murieron, junto a las niñas, ese día —agregó Juan.

Eliane se acercó a Juan y a Dustin y, sin dejar de estar de pie, recordó sus nombres:

—Joan. Julia. Tommy. Gus.

Juan contempló los negros ojos de Dustin, ahora enrojecidos de lágrimas. Notó su oscura piel, las constantes cicatrices en su rostro, la experiencia y el dolor. Y esperó hasta que Dustin, finalmente, le habló.

—Yo no sabía. Estábamos desesperados. Y ustedes eran tan ricos. Tan privilegiados. Perdimos todo con Las Bombas. Todo. Yo creí hacer lo correcto por mi país. Seguí órdenes.
—Eras un marine de Estados Unidos —le respondió Eliane.
—Y estuviste ahí, acá —siguió Juan.
—Lo siento, lo siento, lo siento. Cuando se acabó. Cuando nos rendimos... fui prisionero de guerra. Mi guardia era Lorenza, policía militar.

Dustin destapó su uniforme del Museo y enseñó, en su pecho, un tatuaje pequeño con el nombre "Lorenza" en una tipografía de máquina de escribir del pasado.

—Se enamoraron —concluyó Eliane.
—Y ella me explicó, me hizo ver. Y quise reconstruir mi vida. Pero perdimos un hijo y la guerra la afectó, ella se enfermó y...

Dustin lloró con aún más fuerza.

—Y murió —continuó Juan.
—Lo perdí todo —dijo Dustin, cansado de llorar.
—Sé lo que se siente —terminó Eliane.

Dustin no sabía qué más decir. Eliane se acercó por detrás a Juan y le apretó el hombro. Él la miró y ella le asintió. Juan entendió, miró al cielo, suspiró y le dio un ligero puño en el hombro a Dustin. Esto lo alertó y lo hizo verlo de frente.

Juan inhaló y, con un tono claro, corto y contundente, le dijo a Dustin:

—Te perdono.

Dustin no dijo nada más. Solo apretó la mandíbula, le dio la mano a Juan y, moviendo la cabeza de lado a lado, empezó a rezar una oración mientras tocaba el tatuaje de Lorenza en su pecho.

_______

—Empiezo a sentir mucho sueño — le confesó Eliane a Juan.
—Yo también —le mintió él a ella.
—¿Crees que sean las pastillas?
—Tienen que serlo.
—¿Vamos a tener tiempo?
—Va a ser perfecto.

El Museo les ofreció una cena maravillosa en la simulación de un restaurante en Emilia-Romagna, un pueblo que solía existir en un país conocido como Italia. Después, un concierto de música clásica China en la Beijing del 2030 y una amalgama de piezas de obras de teatro en la Londres del 2040, justo antes del Colapso.

Riko se había animado a preguntarle a Dustin sobre su vida y se maravilló de conocer a alguien con tanto conocimiento de la vieja cultura de Estados Unidos. No paraba de anotar nombres de películas. Siu y Feng teorizaban acerca de cómo El Museo construía la comida y juraban que tenía que ser real, porque ningún biorreactor es tan bueno.

El Museo interrumpió el debate para ofrecerles una última elección:

“Es hora del gran final. Cada grupo se separará y tendrán un domo privado con la simulación que elijan.”

El entorno se oscureció y en el suelo aparecieron tres caminos de luz roja.

“Grupo Meier-Hayashibara, ¿qué experiencia les gustaría repetir para concluir?”.

— ¡El mar! —gritó Riko de inmediato. Siu y Feng lo aceptaron felices.

“Simulación marina atlántica aceptada. Tendrá algunas mejoras especiales por tratarse de la última simulación. Recuerden que tienen dos horas más, luego, sigan las flechas de luz de regreso al barco."

—Es el mejor día de mi vida — dijo Feng.
—Y el mío —respondieron al unísono Riko y Siu.
—Mis papás tenían razón al haber invertido en esto —agregó Riko—, espero verlos en el barco pronto.

Y, despidiéndose del grupo, el pod desapareció en el primer camino rojo.

“¿Grupo Dustin King?”

—¿Puede ser cualquier cosa?

“Mientras haya sido digitalizada en redes sociales del pasado y existan suficientes videos e imágenes, el motor neuronal del Museo hará su mejor esfuerzo por replicar el momento de la historia que nos indique.”

—Hay un hostal en la playa, en una región de la costa atlántica de Colombia. En medio de un parque natural llamado Tayrona. En el año 2060, hace veintiséis años. Tenía paneles solares a los lados. Varias chozas gigantes. Y el fuselaje de un F-35 oxidado por el agua de mar estaba en el centro de la pista de baile.

El Museo puso en frente de Dustin doce opciones fotográficas que coincidían. Dustin tocó una de ellas y dijo:

—Esta es. Acá Lorenza me propuso matrimonio. Acá fue. Gracias.

“La simulación está lista. Estamos buscando música de la época en nuestros archivos. La base de datos de olores no está completa para esta zona, pero El Museo hará lo posible por simular algo equivalente basado en evidencia gráfica.”

Dustin se acercó a Juan y a Eliane, los tomó de los hombros y sonrió.

—Gracias.

Y se alejó en la oscuridad.

“¿Grupo Perez?”

—La casa —dijo Juan sin dudarlo.
—La casa, por supuesto —repitió Eliane—. En tanto detalle como sea posible.

Ninguno de los dos tuvo que caminar. Alrededor de ellos, a alta velocidad, se materializó la casa en la montaña. Rodeada de la pradera, con una vista espectacular a la sabana. El sonido de miles de vacas en el fondo. Los retazos de diferentes tonos de verde de los hatos lecheros. La arquitectura Andino-Japonesa. Las paredes de concreto y madera de tonos cremosos. Los vitrales gigantes.

Juan la contempló sin moverse. Fue Eliane quien lo tomó de la mano y caminó hacia adentro. La puerta se abrió sin que la tocaran y Juan asumió que la tecnología del Museo no podía replicar una puerta física. En la entrada encontraron una guitarra eléctrica que ninguno aprendió a tocar y la batería de rock que ambos sabían tocar a la perfección.

Eliane no lo pudo soportar y golpeó uno de los platillos, que respondió con un satisfactorio y agudo sonido.

Ambos, sorprendidos, se quitaron los lentes un minuto.

Las paredes de la casa, el escenario de la sabana y el verde de la montaña desaparecieron. Pero la batería no. Y la guitarra tampoco. Eran tan reales como ellos.

“Para nuestros fundadores, por supuesto, una experiencia especial”, explicó El Museo.

Se ajustaron los lentes y caminaron por la casa. Tocaron las sábanas del cuarto de los gemelos. El frailejón de peluche por el que Tommy y Gus se peleaban. El cuarto de Julia, lleno de computadoras viejas. El cuarto de Joan, lleno de rifles, escopetas, mapas tácticos y libros de cocina.

El cuarto de los dos, lleno de fotos del pasado. Los viajes a Asia. El yate en el mediterráneo. La moto con la que cruzaron Mongolia. El apartamento en New York que tanto dolor causó. La estúpida patineta en la pared. Cada mascota que tuvieron. El primer libro de ella. El primer libro de él. El libro que escribieron juntos. El hueco de quince años separados.

El primer bebé, el segundo. El piso en Madrid. La casa en México. La casa en Los Ángeles. La casa en Bogotá. La guerra. La guerra. La guerra.

—Creo que necesito sentarme —le dijo suavemente Eliane a Juan.
—¿Te acuerdas del bosque privado? —preguntó Juan.
—Son veinte arbolitos y un pedacito de césped —se burló Eliane.
—Es mi bosque privado y no me voy a disculpar por verlo así.
—Ni deberías —le dijo Eliane tocándole la nariz—, ¿vamos?
—Vamos.

Con un inmenso cansancio y dificultad, caminaron juntos a la parte de atrás de la casa. Pasaron por la puerta secreta al búnker donde, el día del bombardeo, estaban sin sus hijos. Una casualidad cruel del destino que la historia había olvidado. Juan tocó el ladrillo que abría el búnker pero nada pasó. El búnker seguía siendo secreto para el Museo y, por ende, para el mundo.

En la puerta trasera, la manta de picnic que Juan recordaba siempre estar ahí, estaba ahí. No le sorprendió para nada que, al tomarla, no era simulada sino real.

Pero no era su manta porque no olía a una combinación de perro y gato. Ni estaba llena de pelos de animales. Era nueva y perfecta. Se preguntó qué sistema autónomo buscó en subastas online la manta exacta y si la inteligencia artificial del Museo era consciente de sí misma.

Eliane se apoyó del brazo de Juan y lentamente caminaron a la misma pradera en la que la aventura del día había iniciado. Juan extendió la manta en el suelo y ambos se sentaron.

Eliane tocó las puntas del césped con sus dedos y se sorprendió de lo real que se sentía. El sol se ponía al fondo en las montañas de la sabana pintando el cielo de un intenso rojo, naranja, azul y púrpura. Arriba, la luna se veía clara y perfecta. Juan se preguntó cuándo fue la última vez que vio un cielo limpio y decidió aceptar y agradecer esta versión digital.

—Siempre fuiste un dolor en mis bolas —le dijo entre risas Eliane a Juan.
—¿En cuáles bolas si no tienes? —le contestó Juan desafiante y sonriente.
—En las tuyas, que igual son mías.
—Pues tú fuiste un dolor en las mías.

Eliane empezó a respirar cada vez más lento y pesado.

—Quisiera que estuviéramos todos juntos otra vez. No en simulación. De verdad.
—Lo mismo yo, cada día.

De entre los arbustos, una gata negra, otra gata de color dorado verdoso, un perro pequeño y gordo y otro grande y color chocolate se acercaron lentamente. Los rodearon y se acostaron a los pies de ambos, tranquilos.

—Estúpida inteligencia artificial —murmuró Juan.

El sol seguía poniéndose en el horizonte, con un rojo cada vez más fuerte y violento.

—¿Te estás durmiendo también? —preguntó Eliane.
—Sí —mintió Juan—, voy contigo.
—Bien.

La brisa era cálida, lo cual era una mentira porque Juan recordaba que al atardecer el viento de la montaña era frío e indolente. Pero Juan aceptó los cambios y le agradeció al Museo.

—Toda una vida adicto a ti.
—¿A mi? —preguntó Eliane.
—A ti.
—¿Adicto a qué?
—A verte en la mañana. A pelear en la tarde. A abrazarte en la noche.
—A tu café de mierda —se burló Eliane.
—¡Siempre amaste mi café!
—Amar a veces es fingir, Juan.
—Dolor en mis bolas.
—A tus historias.
—Y a las tuyas.
—A tu amor por las niñas.
—A tu fascinación con los gemelos.
—A tu horrible forma de cantar.
—Y a tu hermosa forma de cantar.

Eliane levantó su mirada y, débilmente, lo miró una última vez.

—Esta pastilla me está haciendo efecto más rápido a mi.
—No importa —mintió Juan de nuevo, queriendo alargar el momento para siempre.
—No es justo contigo. No quiero que estés solo.
—No lo estaré. Solo voy un poco tarde, pero llegaré.

En la terminal de Juan empezó a sonar una alarma automática. Su pulso cardiaco estaba empezando a fallar. No pudo evitar sentirse fascinado por la tranquilidad que eso le causaba. Sintió un cansancio insoportable, acarició el pelo de Eliane y le dijo:

—Cero arrepentimientos.
—Cero —respondió ella con un gran esfuerzo.
—Te veo al final —le dijo como despedida.
—Al final del tiempo —declaró ella sonriendo.

Y un rato después, repitió de nuevo:

—Tiempo.

Pero Eliane no dijo nada más.

Juan tomó la mano de Eliane en la suya y poco a poco sintió el frío llegar. El brillo del sol se había ido con ella. El calor también. El cielo digital se tornó nublado y no se veía una sola estrella en él. Solo una mancha de la luna a través de las nubes. Se abrazó a ella y entendió que la vida lo abandonaba.

La pastilla, afortunadamente, funcionaba.

Y no sintió miedo. Porque sólo iba a dejar de experimentar el paso del tiempo. Cien años eran suficientes. Ahora, en un parpadeo, iba a ir al final del tiempo. Y ahí estarían todos. Ahí iba a estar ella también.

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(Gracias a Mariandrea por su acertada edición, a Maripi por su guía y a Christian y Diana por leer las primeras versiones de esta historia)